Hermosa ruralidad de un sueño. Carlos Hernández. 2008.
“Vacío, vulva, volantín/ el viaje destos huesos/ nunca tiene fin”, dice Carlos Hernández (1973) en el poema “Santo cáliz” y estos tres versos bien podrían ser el resumen de su libro Hermosa ruralidad de un sueño (donde lo rural progresivamente cede terreno a lo citadino), su segundo libro personal, que continúa igual título del que escribió el 2001, siguiendo el ejemplo de Withman y sus Hojas de Hierba. La unión de tres palabras que podrían ser el resumen, digo, de un intento poético en que se conjugan el vacío (sea tedio o portal del alumbramiento), el amor en sus variantes “virtuosas”/ eróticas, el vuelo como experiencia existencial y poética representados en ese pájaro de papel o plástico, símbolo de la infancia y de lo masturbatorio porque, como el artista de El Pasado de Pauls que hacía un orificio en las telas de pintar y acababa entre ellas, el hablante de estos textos también “eyacula/o en el vacío, tal vez sobre la hoja// Engañando a todos menos al futuro” (“Autorretrato”).
A lo largo de este libro Carlos toca la Lira de distintas formas: a veces sus poemas rozan una simplicidad zen, como el final de “El juego”: “Blanco es el color del ocio/ y el limón del jardín brilla/ con el aroma cansado de la lluvia”. O el final de “Imagen uno”: “Ella y tú/ dos planetas ebrios”. O estos versos de “Luz cantora”: “mi canto no es mío/ ni nuevo el silencio de las cosas”. O estos otros ejemplos: “El perro “PIAL” fue mi maestro Zen/ y su fantasma corre todavía por las coimas” (“Cajita llenita de monitos”); “Se alejan las galaxias/ los continentes que a nadie importan/ me separo yo de ti/ y tu cuerpo/ mientras duermo/ nunca se separa”, en el hermoso poema “Big Bang”. Y el texto que mejor resume esta simplicidad, esta mirada contemplativa, al fundirse el hablante con la realidad descrita:
“Estoy seguro que la nube
Está perpleja de verme
Como si yo fuera
Figura en la distancia
Evaporándome
Deshaciéndome
Retrocediendo
Avanzando
Hacia nuevas formas”
(“La cosa no es contigo negra”)
Poemas todos pertenecientes a la primera parte del libro titulada “Rayar el agua”, poemas centrados en el amor hacia la mujer y el amor (y desamor) hacia la poesía y donde instala las coordenadas que desarrollará más tarde en el texto: 1. La búsqueda de Dios (un Dios que a veces se confunde con la mujer, a lo Gonzalo Rojas (y sus “hembras, hembras, en el oleaje ronco”), en el poema “El sabor del color”: “La mujer nos lleva dentro/ sus palabras, miradas, todas enteras/ son el engaño de la vida/ de ellas es el mundo/ la creación les pertenece/ yo soy la costilla, bailando/ la única danza que existe/ saboreando el color de su piel/ la dibujo hermosa/ pero llorando/ Dios es la mujer/ gimiendo nuestros nombres”). 2. El amor y lo erótico. 3. La constante ironía (elemento central de la poesía moderna (junto a la analogía) según Paz). ¿Y es que no es acaso el título “Rayar el agua” una ironía del amor físico, un guiño a la expresión popular que minimiza o reduce toda trascendencia o sublimidad del acto sexual a una simple “raya en el agua” de nuestro cuerpo?
Escritura de la simplicidad que alcanza, a mi parecer, los puntos más altos de la poesía de Carlos y que se abre luego a una expresividad más cercana a cierto automatismo, a cierto desborde lírico. Si en la primera parte la lira la toca como hundiéndola en el agua, en los estadios sucesivos del texto le hace gemir sus acordes metaleros, sin miedo a desafinar porque, creo, que en esto se juega su apuesta poética: parece que huye del lugar seguro, de la tierra firme; parece querer decirnos que puede escribir en ese “lenguaje de raíces”, para asumir luego los riesgos de una tradición más barroca, que de cierta manera lo hace dialogar con de Rokha y Harris, principalmente en las secciones dos (“La hermosa ruralidad de un sueño”), la tres (“La rebelión de los santos”), y la cuatro (“Anzuelo”). No es extraño entonces que en el poema “Campo de minas” (con epígrafe del autor de Cipango), el hablante se transfigure al final del texto en una figura demoníaca, por cuanto “Lo que la gente quiere oír/ son historias sanguinosas/ con mucho líquido viscoso”. Alejados estamos, a esta altura del libro, de las imágenes y el lenguaje “sencillo” de sus inicios, como si Carlos quisiera transmutarlo en una ruralidad de la sangre, en una pastoril que se hace eco del lado oscuro de la ciudad o la fuerza. Pareciera que en varios poemas de estas secciones el autor estuviera poseído por esos “poderes dionisíacos” de los que habla Díaz Casanueva, “que nublan la conciencia clarificadora hasta asfixiarla en la expresión, antes de que sucedan la ordenación y diferenciación lógicas”.
Sé que Carlos es un poeta que hace sus libros a su manera. Y “a mi manera”, como decía Sinatra, parece ser su consigna. Lo que es una virtud y un defecto. Creo que mucho hubieran ganado estos poemas con una mayor preocupación, fundamentalmente, en lo ortográfico acentual y puntual. Y con esto no le quito mérito a los textos: constato una necesidad que debe ser urgentemente reparada en sus siguientes libros.
Finalmente quiero señalar que esta Hermosa ruralidad de un sueño se me ocurre un libro que va de viaje. Y uno queda pensando al terminar de leerlo, que nuevos poemas, que nuevos libros nacerán de este poeta. Porque es indudable que en estas páginas descansa un poeta, al que he aprendido a conocer y a querer a través de su amistad, su honestidad a toda prueba, su no venderse “a los mercados ni a la moda”. Ese poeta que es Carlos Hernández y que a través de esta lectura a mi también me “ha regresado a ser el joven/ que no sabía que hacer/ con su pobre vida/ adornadas princesas/ a la hora/ en que los amigos vuelven al bar/ donde siempre hay una silla para mí” (“La vuelta de la vuelta”).
Ricardo Herrera Alarcón.
Carahue.
Invierno 2009.
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